Aspirando a ser hombre

Recuerdo muy bien aquellas tardes de cielo anaranjado, de dulce aroma a manzanas y verde profundo a mis espaldas… las horas de polvo y humanidad, solitario entre los cerros, monje de levita y saco negro, deambulando y convenciendo a las almas tomadas por el diablo. Calles infinitas pintadas al carbón, casas coloniales, adoquines y faroles, viejos, ciegos, cojos, borrachos y rameras, también aquella biblioteca y su guardiana de ojos verdes y espeluznante cabello enmarañado. Recuerdo el mar cambiante a cada tarde, reflejado de mil sentimientos y colores, también a mi corazón lo recuerdo, borboteando la misma espuma y los mismos olores. Quizás los grandes árboles de aquel lugar -no lo sé- trataron de detenerme entre sus ramas, pero el pensamiento único de un mundo distinto, anhelado y plasmado en mi corazón, bañaban mi voluntad y no hacía caso yo al musgo húmedo ni al reluciente roció; tampoco respiraba la onda fragancia a mar embravecido, a tanta melodía que a cada paso yo pateaba con las piedras del camino, no veía el fuego del hogar ni el humo que se eleva por el eterno cielo y allá va trasmutando al árbol a la suprema trascendencia. Y aunque reclamaba mi estómago vacío ¿reclamaba de felicidad plena? ¡Estaba completamente satisfecho de logro y lozanía! ¿Por qué volvía de nuevo al péndulo mi vida? Volvía más hambrienta, más inconforme e idealista, ¡saturada de cielo! Muchas veces tuve un pensamiento fugaz, como raíces extensas y ocultas que enredaban mi cabeza. Por cada bosque que cruzaba, por cada noche que soñaba se reflejaban a mis pies las mil dudas que acompañaban mi penoso peregrinar, olvidando que no era un héroe ni un salvavidas, sino un simple colaborador, un pedazo de roca, un trazo oblicuo, una diminuta gota de óleo en aquella inmensa tela que llamamos tierra. ¡Qué orgullo el de aquellos días… qué vacío existencial! Así continuaba mi vida: cada mañana a la sombra de un ciruelo, desayunando letras, germinando ideas, diligente, viviendo con urgencia, sin espera, con mucho ruido y pesar. ¡Qué sabe el hombre en su juventud, que nuestra madre nos pare y la vida nos hace hombres! Yo, inocente de experiencia y de razón, no nacía hombre, solo me habían parido. Y ocultaba bajo las mismas pestañas de mis ojos la verdad del vivir, las búsquedas pendientes y el razonar amigable con la esencia de mi propio ser. Cuántas veces regué mi espíritu con espíritu, cuántas veces ahogué mi vida en un mar de promesas futuristas, desesperado de realidad paradisiaca.

Recuerdo un día haberme encontrado con un viejo sentado a la orilla del camino, a pleno calor de verano y, sin saber si el hombre era un letrado o un vulgar ser humano, me senté a su lado y pregunté: “¿Qué piensa, usted señor, el mundo será igual por siempre o tal vez algún día tendrá final?”. Dijo: “hijo, el mundo será mundo hasta que tú mismo lo hayas acabado”. Aquella tarde hablamos de injusticias, de viajes, de amores enredados, de hijos genéticamente perversos. Hablamos de las profecías de los santos, de poetas olvidados, de México, donde mi amigo había terminado su devenir ciego y cansado. Recuerdo aquella tarde seca resonar en los labios de aquel vate la frase de Gabriela Mistral que dice: “Este largo cansancio se hará mayor un día  y el alma dirá al cuerpo que no quiere seguir  arrastrando su masa por la rosada vía  por dónde van los hombres, contentos de vivir...” Finalmente, terminamos por hablar de un tema no menor: “Alejandría antigua quemada quizás por qué razón” y “quizás dónde estaría la humanidad si no fuera por aquel accidente casual o intencional”… “de cómo algunas hojas sobrevivieron entre carbones, planos de locomotoras y telescopios”, “siendo como era… antes de Cristo”. Todo esto y más entre algunas fórmulas químicas, explicaciones simples, teorías prácticas. Después de un largo silencio -lo recuerdo bien- imaginé por primera vez la eternidad en el anillo que el viejo me enseñaba. Aquel mismo día seguí mi camino y a la vuelta de la esquina pase a la biblioteca; ahí me esperaba aquella mujer enmarañada, de profundos ojos y una mirada trastornada. Pasé para leer cualquier cuento que satisficiera mi estómago vacío. Leí de pronto en el prólogo de un libro algo que cruzó como un rayo mi corazón, una simple frase llena de veneno: “El hombre no debe aspirar a ser ángel ni bestia. Debe aspirar a ser hombre”. Cerré los ojos… convulsionado de espanto, comenzaron a venir a mí imágenes agolpadas, transitorias, fugaces. Lo primero, una bandada de flamencos rosados, luego golondrinas en mi ventana, gaviotas cacareando sobre el mar, eran aves, muchas aves, luego ramas de árboles, un trigal seco y amarillo, hojas amarillas, raíces amarillas, colores, muchos colores , flores agolpadas sobre la mesa; sobre un ataúd habían jazmines, tulipanes, crisantemos, pensamientos y gladiolos, flores innombrables y sobre mi mano sentí el temblor de una abeja chirriando… aroma a miel, aroma a manto mojado, a lana húmeda, a fuego crispante, aroma a pasto seco, vino, leche, sangre. Abrí los ojos y dije: “¡basta!”. Había pisado el primer escalón para llegar a ser hombre.